segunda-feira, março 08, 2010

Un poema forzado

Era un día caluroso de verano. Las vacaciones se acercaban y ya nadie pensaba en las responsabilidades escolares. Los exámenes se habían pasado, bien o mal, la suerte estaba echada y ahora todos nuestros pensamientos se centraban en los planes de verano. Yo tenía 12 años.

Dentro de unos días me iría con mis padres y hermana a una playa del sur de Portugal. No podía dejar de pensar en nuestra roulotte y en lo divertido que iba a ser acondicionarla para el próximo viaje y verla detrás del coche a lo largo de la carretera que nos llevaría al mar. Para mi el mar era, en aquel entonces, algo que veía únicamente una vez al año y me parecía imposible que alguien pudiera vivir todo el año a su lado. Sería como vivir dentro de una carpa del circo o tener en casa una tienda de muñecas con las que jugar diariamente (todavía mi actividad favorita).

Lo cierto es que ese día, al salir de clase, llevaba conmigo una gran preocupación. El profesor de lengua portuguesa nos había pedido un trabajo que según él serviría para terminar muy bien el año, ocupándonos con una actividad divertida. Se trataba de escribir un poema. Aún recuerdo sus palabras: “Primero podéis elegir una palabra y después intentad que las siguientes rimen con esa, en el final de cada verso”.

Un poema, ¿cómo podré escribir un poema?… pensaba yo compulsivamente en el camino para casa. Un poema suena a ese libro enorme que tiene mi hermana en cima de su mesa y que fue escrito por el famoso Camões a quién le faltaba un ojo. Un poema suena a esa gente antigua que hablaba en un lenguaje raro y vestían vestidos largos. Y miraba a mi alrededor… donde coches pasaban a gran velocidad y gente decía palabrotas. Y me miraba a mi misma, con mis jeans ajustados y mis gruesos zapatos de deporte. ¿Cómo puedo escribir un poema? Y me daba rabia que nadie de la clase hubiera protestado, ni siquiera Jorge, nuestro revolucionario, para quién nunca nada estaba bien, que se atrevía con todo y no temía a nada.

El poema deberíamos entregarlo al día siguiente (último día de clase) y yo estaba perdida. Le pedí ayuda a mi hermana pero no era buen día. Ella también tenía sus preocupaciones, algo de trigonometría, me comentó – y la embrollada palabra me convenció, aquello podría muy bien ser más terrible que lo mío.

Me senté en la habitación delante de una hoja de papel y empecé a escribir palabras sueltas: lápis, casa, jardim, rua, escola, alunos… ¿pero que haría con estas palabras?... cerré los ojos unos segundos y volví a la hoja de papel: nuvens, pássaros, chuva, vento…relento, convento, tento, movimento, sufrimento, atento. ¡Uauu!, tenía 7 palabras que rimaban, como había sugerido el profesor. Pues ahora las juntaría en un poema, era fácil al final. Cogí otra hoja de papel, me senté mejor en la silla, me acerqué más a la mesa de trabajo, pasé las manos por la cara y empecé a escribir. Los versos no tenían sentido ni ninguna conexión entre ellos, pero seguía entusiasmada. Ahora la tarea parecía posible. Tiré a la basura unas cuantas hojas medio escritas y empezaba cada nueva hoja poniendo arriba las 7 palabras elegidas. Al final terminé muy tarde y poco convencida con el resultado, pero había podido terminar. Aquél poema no significaba nada, únicamente que ya podía dormir y que al día siguiente no se haría silencio cuando el profesor pidiera mi trabajo.

La noche pasó muy rápido, desayuné pensando en las palabras de mi poema. Mi madre me besó en la frente y me preguntó si no estaba contenta con el final de las clases. Le contesté que si, dándole la espalda y dirigiéndome al campo de batalla.

El profesor venía más animado que nunca, sonreía en cada frase. Hablaba sin parar pero no hablaba de nuestros poemas. Antes de entrar en la clase dos compañeras me habían dicho que no habían hecho el poema, que era difícil y que además ya habían aprobado el examen, que aquello no iba a servir para nada. Yo asentía con la cabeza pero fui incapaz de decir que yo si tenia un poema… me sentí ridícula, dedicándome hasta muy tarde a un trabajo que efectivamente no serviría para nada.

Justo cuando la clase estaba llegando al final el profesor preguntó si alguien había conseguido escribir el poema. Empezaron a escucharse risas y justificaciones para la no entrega de los trabajos. Había mucho ruido en el aula. Yo estaba en silencio. Sujetaba entre los dedos la hoja doblada donde guardaba mi poema. Mi corazón se aceleraba y mi pensamiento recogía cada uno de sus versos. Mis compañeros reían y el profesor se divertía con ellos. Aquello me empezó a parecer impresentable, irresponsable. Nos había pedido un trabajo, nadie lo había realizado y el profesor lo estaba considerando normal. Mi trabajo de anoche estaba siendo despreciado. Desdoblé la hoja de papel, miré una vez más el poema, levanté la cabeza, miré el profesor y le dije en voz alta: Yo si tengo un poema.

Todos me miraron incrédulos. Yo misma me miraba incrédula.

El profesor me llamó adelante y me pidió que leyera el poema. Mis piernas temblaban, pero mis ojos brillaban. Creía en mi poema, empezara a hacerlo hacía tan solo unos minutos.

Las siete palabras habían dado origen a los siete versos de mi primer poema. Todavía hoy no consigo encontrar o fabricar un argumento lógico para este poema forzado, pero su belleza es infinita, porque encierra en si mismo mi mejor despertar.

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