quinta-feira, março 25, 2010

Obediencia Ciega

Cuando tenemos pocos años tendemos a ser radicales. O no hacemos caso a lo que nos dicen los padres o les obedecemos ciegamente. No siempre estas diferentes formas de actuar se suceden en el tiempo, a veces surgen de forma perfectamente aleatoria.

Pero en mi caso yo era una niña buena, aburridamente buena. En mi casa siempre se recuerda las diabluras de mi hermana mayor, casi nunca las mías. Mi hermana era graciosa, divertida, sabia cautivar a los adultos. Yo era sosegada, muy tímida, prefería mis muñecas a los juegos en la calle.

Tenía una cesta de bambú con tres o cuatro muñecas y varias ropas para cambiarlas. Cuando desaparecía, no desaparecía, siempre estaba con ellas, hablando bajito, construyendo historias que me ayudaran a crecer. Todavía recuerdo algunas. Todavía sé los nombres de esas muñecas delgadas que siguen en la cesta de bambú en el desván de la casa de mis padres. Ahora que las recuerdo me vuelve a apetecer jugar con ellas… aunque haya pasado tanto tiempo y aunque yo, teóricamente, ya no deba sentarme a jugar con muñecas.

Un día mi madre tuvo que ausentarse y no estaban ni mi padre ni mi hermana en casa. Por algún motivo que ya no recuerdo no podía llevarme con ella. Recuerdo su expresión de inseguridad cuando me dijo: “Te voy a dejar sola un momento, no voy a tardar, pero prométeme que te quedas tranquila, en tu habitación con tus muñecas, y que no abres la puerta a nadie”. Mientras decía esto me pasaba la mano por la cara y se percataba, mirando alrededor, que no había peligros evidentes.

Quedé sola en casa. Vivíamos en un pequeño chalet de un barrio tranquilo en las afueras de la ciudad. Abrí la cesta de bambú y el tiempo fue pasando naturalmente… hasta que el timbre de la puerta sonó. Me acerqué y por la ventana vi que quién estaba fuera, pulsando el timbre, era una prima de mi madre, con quién teníamos mucha relación. La saludé con la mano y una sonrisa y le grité que no le iba abrir la puerta. Ella se acercaba a la ventana y a través del cristal insistía para que le abriera. Yo me mantuve firme en mi actitud y fiel a las recomendaciones de mi madre. La situación no me incomodó ni me pareció rara. Mi prima seguía diciéndome mil cosas desde fuera. Yo fui a la habitación de al lado y cogí mis muñecas, las traje hasta la cocina y mirando a mi prima por la ventana, seguí jugando. Era mi forma de ser simpática.

Esta parece ser mi anécdota infantil más cotizada en el mercado de recuerdos de mi casa, aunque yo todavía no entienda bien la gracia de la historia. Traté únicamente de ser obediente. Nadie me habló de excepciones y con mis inocentes cinco años no pude hacer mejor… ni peor. Todavía no sabía que a las reglas les acompañan las excepciones.

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